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sábado, 24 de junio de 2017



El asesino y el espejo


Cuento escrito por Rodrigo Canales Zorrilla


Solamente cuando se arrodilló a su lado y lo abrazó, pudo darse cuenta de que todo era real, que su hermano había sido asesinado. Tenía el rostro triste y pálido, las manos frías y el corazón atravesado por una puñalada mortal. El hombre no podía creerlo. La habitación no había sido muy grande, apenas estaba iluminada por una triste vela casi consumida en el aparador. Había un viejo camastro en un rincón, un pequeño baúl a su lado y en una de las paredes un misterioso espejo alto que llegaba hasta el techo. Fue en el suelo de aquella habitación donde encontró su cadáver. En ese momento algo en su mente había cambiado. Quizá haya sido el dolor o la aflicción, o tal vez la desesperación y la angustia lo que hizo que su realidad se volviera diferente. Algo dentro de él le exigía buscar al culpable. La tristeza dio lugar a la ira y ésta clamaba venganza. Había encontrado en ese lugar a un hombre de barba oscura y desaliñada, quien le dijo haber visto, por el espejo, al asesino cuando hubo cometido el crimen. Fue el hombre de la barba quien le señaló hacia el oeste, en la dirección del pueblo abandonado. El hombre supo que ahí encontraría al asesino.

El recuerdo de su hermano había cruzado por su mente entre mil pensamientos mientras el hombre caminaba. La lluvia caía sobre el polvoriento camino a medida que se adentraba en los dominios de la noche. Con cada paso se acercaba al pueblo abandonado, con cada paso oía al viento susurrar su nombre. Caminaba con paso decidido, casi con rabia, y en sus ojos se hallaba una mezcla de odio alimentado por venganza y la desolación de aquellos cuya realidad ha sido desgarrada por la tragedia.
Abrumado por sus recuerdos caminaba, cuando un rayo quebró el cielo iluminando al solitario forastero. Llevaba un sombrero ancho que ocultaba su rostro, ropas de viaje muy desgastadas, botas negras, y en su cinturón, una daga en cuyo afilado borde se reflejó la luz del cielo en la oscuridad de la noche. A no mucha distancia el hombre pudo ver la silueta del pueblo, mas no pudo distinguir ninguna luz, ni percibir movimiento alguno.

Fueron las carretas destrozadas y los barriles viejos quienes dieron la bienvenida al hombre cuando llegó a la entrada del pueblo. No había sido un pueblo grande, aunque sí famoso por los cristales, vidrios y espejos que elaboraban sus artesanos. Acaudalados mercaderes e incluso príncipes de lejanos lugares llegaban ocasionalmente para adquirir los más finos y puros cristales, así como los espejos más pulcros en los que jamás se hubieran reflejado. Era un pueblo que prosperaba y florecía a la luz de un cálido futuro. Hasta que la guerra estalló, cada vez menos visitantes llegaban, y poco a poco los artesanos se marcharon buscando mejor suerte, los jóvenes partieron a la guerra con la promesa de traer riquezas y no regresaron, más y más casas fueron quedando vacías y la vida fue cada vez más difícil. Finalmente, resignados, los últimos pobladores se marcharon a los poblados vecinos y dejaron atrás el pueblo a su suerte. Ahora solo el viento pasea melancólico entre las casas derruidas y las posadas olvidadas. Sin embargo, a pesar de todo, en la parte más occidental del pueblo se encuentra la última casa que se mantiene aún en pie. Una edificación inmensa con amplios salones que están cubiertos de polvo, largos pasadizos con paredes ahuecadas y elegantes escaleras  deterioradas por el tiempo.

El hombre contempló la soledad del pueblo desde la entrada y se convenció por el panorama devastado que este era el lugar idóneo para un asesino. Caminó lentamente por las calles desérticas buscando alguna pista, algún rastro qué seguir para encontrar al homicida, registró cada casa y posada, cada establecimiento, cada calle y callejón, pero no encontró más que fierros oxidados, maderas podridas y cristales destrozados. Cuando finalmente llegó a la parte occidental y encontró la casa inmensa, algo en su interior le dijo que finalmente sabía dónde se encontraba su objetivo.

La puerta había desaparecido muchos años atrás, por lo que el hombre pudo entrar sin hacer ruido, sin embargo el suelo de los pasadizos crujía fuertemente, quejándose por haber sido despertados tras tantos años de sueño. El hombre continuó avanzando, indiferente al ruido, no le importaba que el asesino supiera que él iba a cazarlo. Evaluó los antiguos salones, y en sus grandes mesas y refinadas sillas no encontró más que polvo y telarañas. Inspeccionó los largos pasadizos, pero en sus despintadas paredes carcomidas por el tiempo, solo el olvido habitaba desde hace mucho. Al no encontrar rastros, el hombre subió por las escaleras que llevaban a la segunda planta.

No había pasadizos ni salones en esta planta, era un espacio amplio que quizá sirvió en algún momento como taller. Las ventanas entreabiertas aún se movían al compás del viento y solo se oían las gotas de lluvia caer sobre la madera. El suelo estaba repleto de muebles y vidrios rotos, había cortinas descolgadas y sucias al lado de algunas ventanas y solo había dos habitaciones. El instinto susurró en los oídos del hombre, y le dijo que encontraría al asesino en la habitación de la derecha. Lentamente, el hombre tomó la daga de su cinturón y, despacio, empujó la puerta. El suelo de la habitación habían algunas ropas viejas, maderas astillas y todo estaba cubierto de una fina capa de polvo. En la pared frente a la puerta había una ventana de bisagras oxidadas, que dejaba pasar entre sus vidrios rotos algunas gotas de lluvia y un poco de la luz insignificante de afuera que apenas si alcanzaba para aclarar un par de esquinas y un trozo del suelo. Por lo demás, la habitación parecía estar vacía. El hombre ingresó cautelosamente aguzando el oído mientras buscaba algún movimiento en la habitación con la mirada. Pensó que el asesino podría haber saltado por la ventana, pero ésta no se había movido en medio siglo y, como comprobó el hombre al tratar de abrirla, no tenía intención de moverse por al menos medio siglo más. ¿Acaso el hombre de la barba desaliñada mintió cuando dijo que vio al asesino en el espejo? ¿Acaso solamente quería alejarlo del lugar? Fue en ese momento que sintió una presencia a su derecha detrás de él. En la esquina más oscura de la habitación, en la esquina que podía ocultar cualquier cosa en sus tinieblas, había alguien de pie. El hombre sabía que al voltear lo vería, había encontrado al asesino. Giró lentamente y retrocedió un poco poniendo algo de distancia entre los dos. Observó la esquina detenidamente, y en cuanto sus ojos se acostumbraron a la densa oscuridad de ese siniestro rincón, pudo verlo. Al igual que el hombre, el asesino llevaba una daga en la mano, estaba armado y listo para matar. El hombre lo observó con desconcierto y profundo desprecio, pues en su rostro pudo ver unos ojos hundidos, una nariz desviada y una oscura barba desaliñada.

El hombre de la barba no mintió, sí había visto al asesino de su hermano, lo vio en el espejo alto de aquella habitación, había visto su propio reflejo y luego señaló en la dirección del pueblo abandonado para despistarlo. El hombre no podía dar crédito a sus ojos, había tenido al asesino frente a él unas horas antes y no pudo darse cuenta. Aunque no entendía por qué ni cómo había podido llegar el hombre de la barba desaliñada tan rápido hasta ese pueblo, poco le importaban los detalles, pues lo único que el hombre deseaba en ese momento era la venganza. Aferrado fuertemente a su daga, el hombre se preparó para el combate y el asesino de la barba lo imitó, ambos sabían que solo uno quedaría vivo esa noche. La intensa mirada del hombre estaba fija sobre el asesino y éste se la devolvía con la misma agudeza. Es curioso, pensó el hombre, cómo parece casi estar imitándolo, incluso en medio de la tensión previa al combate, hasta su respiración está en sintonía con la de él.
Pasaron varios minutos en aquella situación, mirándose fijamente, respirando, sin atreverse a lanzar el primer ataque y sin atreverse a bajar la guardia ni mostrar signo alguno de indecisión. La lluvia había cesado y las nubes empezaban a despejarse y el hombre seguía mirando fijamente al asesino con la daga en la mano, sin la certeza de cuando sería el momento ideal para lanzar su ataque. En ese momento, de entre las oscuras nubes un tímido rayo de luz de luna se lanzó valientemente sobre el rostro del asesino, solo para rebotar y caer en el suelo a los pies del hombre.
Su desconcierto fue tal, que el hombre apartó la vista de los ojos del asesino para fijarse en el rayo de luz que había a sus pies, el pequeño haz de luz plateada reposaba en el suelo de madera en un ángulo imposible desde la entrada de la ventana. Un horror espantoso se apoderó del hombre y comprendió que el asesino nunca atacaría primero, nunca se movería a menos que él se moviera, nunca respiraría más rápido o más lento que él, y nunca haría algo diferente, pues así no se comportan los reflejos. Alzó la vista lentamente con el miedo en la sangre y vio que el haz de luz también estaba a los pies del asesino, podía ver sus botas negras, sus ropas desgastadas de viaje, su rostro sucio, su oscura barba desaliñada y su sombrero ancho.

No se supo que sucedió jamás con aquel hombre, dicen algunos que se quedó mirando aquel espejo, intentando comprender el porqué de sus acciones, por qué decidió ver en el espejo alto su reflejo con otros ojos al principio, por qué se vio como asesino, por qué se vio después como testigo, y por qué señaló a su propio reflejo en la dirección de ese pueblo olvidado. Y todo para verse a sí mismo reflejado como todos ellos al final. Cuando las autoridades se dirigieron al pueblo en los días siguientes para arrestarlo por cometer fratricidio, no pudieron encontrarlo. El pueblo se hallaba tan deshabitado como siempre y en la casa solo se hallaron huellas que llevaban a la habitación de la segunda planta. Y en la habitación, un gran espejo en una esquina.


A unos kilómetros de ahí, en la parte más alejada de una ciudad bulliciosa, un hombre vestido con ropas claras camina por un largo pasadizo, el suelo y las paredes son de roca sólida y hay habitaciones con puertas de hierro a lo largo. Este hombre lleva un cuenco de madera con alimentos, un cuenco que introduce en una habitación por la abertura que hay en la puerta. El hombre da media vuelta y regresa por el pasadizo hasta el final, donde una pesada puerta de metal lo espera. Una vez fuera, usa un enorme candado para asegurar la puerta, y se aleja perdiéndose entre la multitud que camina por las calles de la ciudad. Del otro lado de la puerta, en una de las habitaciones, un cuenco de comida empieza a enfriarse. A su lado una persona murmura para sí, tiene los brazos atados y está arrodillada en una esquina entre las frías paredes de piedra. Es un hombre tembloroso que no deja de mecerse de un lado a otro, tiene la mirada perdida y una barba desaliñada.

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