He yacido en esta fosa
cuatrocientos ochenta y ocho años. Yo sabía que algún día me encontrarían, me
desenterrarían. Si me preguntaran cómo puedo dar mi versión sobre el tiempo, les respondería que fácil: la
humedad, las lluvias periódicas y las épocas de sol las sentimos también los de
abajo.
Yo he
querido responderme a muchas preguntas todo este tiempo mientras cada línea de mi tejido iba
desapareciendo y haciéndose pedazos; cada vez que la humedad o la sequedad iban
carcomiendo no solo mi cuerpo, sino
también mi espíritu.
Yo, Paul
Selley, natural de York, fui asesinado por Percy Bunsey, en el año mil
quinientos doce de nuestro señor.
Cuando llegué a las Indias, que muchos ya
consideraban un nuevo territorio, lo hice en una embarcación que siguió a las
de Colón. Me contrataron como médico de la tripulación. Esta se llamaba “El Lucidor” y estaba compuesta por
españoles, ingleses, franceses, italianos y holandeses. Por supuesto, todos
pilluelos, jóvenes y viejos recién salidos de las cárceles.
Presencié
dos motines en los que degollaron a dos oficiales de la armada inglesa, y en
los que cambié de jefe sin protestar. Mi condición de médico me proporcionaba
una protección que no dejaba aliento para mi discusión sediciosa, pues
cualquier bando que tomase el poder me necesitaría, así que tuve muchos
trabajos: suturando y cociendo heridas,
cambiando innumerables vendajes, curando a un adolescente que fue violado una
noche por treinta y dos marinos, y por
poco muere desangrado. Cuando llegamos a la isla Isabel la Católica, nos
encontramos con que la guardia española no pasaba de doce sujetos que vivían
como en un paraíso: mujeres exuberantes
y hermosas, comida abundante y fresca, y ese sol que nos llenaba de una
energía afrodisíaca intensa. Yo mismo me enamoré perdidamente de una preciosa
aborigen. Mi paraíso duro exactamente cuarenta y dos días, en los que me perdía
en una de las innumerables playas y lagunillas
haciendo una y otra vez el amor con Batrica, que en su lengua salvaje pudo
explicarme, con gestos y ademanes, significaba fuerza volcánica. Yo estaba
enamorado de sus caderas sólidas y la apacibilidad de su rostro, de sus dientes
blancos marfilados y sus ojos lánguidos, de su cabello moreno y sus piernas
perfectas de color oscuro. Su compañía transformó mi frío espíritu europeo,
hasta convertirlo en un volcán ardiente que se conjuraba al infinito armonizando
con su manera de besar, su boca caribeña
y ese sexual ardor tropical que me hizo
tan feliz.
Pero la
felicidad esta hecha para recordarla y extrañarla. El Capitán Villaescusa, jefe
de la isla, se enteró que los españoles ya sabían que la nave
había sido tomada por la fuerza, de una manera ilegal, indigna. Fue allí
donde comenzó la cacería que involucró de una manera salvaje a los naturales, a
quienes manipularon para una lucha sangrienta fratricida. Yo sabía que el capitán
deseaba a Batrica, y me procuré tenerla siempre alejada de él. Sin embargo, yo sólo era un médico (esta vez mi condición
profesional no me sirvió para salvarme) y no sabía pelear. Fui capturado junto a los integrantes de mi tripulación con
el cargo de traición a no sé a que rey. Me habían capturado y encerrado en una
cabaña mientras Batrica me hacía temblar con sus llantos, con sus gemidos, con
esa manera espantosa de preocuparse por
mí, arrancándose los cabellos y lanzando alaridos junto a otras mujeres que
presentían la partida ineluctable de sus hombres-dioses).
La
madrugada del doce de octubre de mil quinientos doce, Percy Bunsey, pillo
inglés, cumplió la orden de Villaescusa, pasando el filo de su espada por mi garganta, mientras yo trataba,
infructuosamente, de desamarrarme la
soguilla que me ataba al palo alto al que estaba sujeto. Recuerdo el cielo
celeste, el rugir del mar al chocar contra unas rocas, mi lejana ciudad y su aroma tan lejano, allá en Inglaterra, y
sobretodo la mirada lánguida y triste, mezclada con una actitud de horror, de mi único y gran amor... Batrica, mi amor,
mi dulce Batrica.
Epílogo
Crónica del
diario Arequipa al día, martes 18 de
julio del 2000
(…)Continúan
las investigaciones sobre el hallazgo del misterioso esqueleto hallado en República
Dominicana por el arqueólogo Bertie Shelley. (…)
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