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martes, 24 de abril de 2012

El entierro

Por Miguel Gonzales Corrales



Nunca voy a olvidar aquel treinta de marzo cuando mi tío Roberto amaneció sin vida. Los sucesos se dieron inesperadamente, tan fugaz el momento de su vida y su muerte, que toda mi familia estuvo muy afligida recordando con llantos el cariño que le tenían, todo era un hálito inmaterial, más allá de lo cotidiano en nuestra vida cotidiana.

Tío Roberto fue encontrado por mamá, quien al verlo sin movimiento y luego de no sentir su pulso, dio unos gritos que alertó a toda nuestra familia que se dirigió al cuarto del cual provenían los aullidos. Cuando todos entramos y escrutamos el cuerpo de mi tío, nadie de los presentes allí podía creer cómo la vida de alguien tan vigoroso había sucumbido al abismo de la muerte irremediable.

Velaron al finado todo un día y una noche. Asistieron muchas personas, entre familia y amistades, ya que todos querían al tío Roberto. Nadie podía creer que haya muerto repentinamente sin mostrar algún síntoma de enfermedad, querían encontrar una explicación que nunca lo harían. Luego de ofrecer una misa por el descanso de su alma, nos trasladamos al cementerio, llevándolo en su féretro de nogal. Íbamos en peregrinación, ascendiendo el camino que nos conduciría al campo santo, llevando a cuesta el ataúd. A donde nos dirigíamos, quedaba ubicado en una alta lomada donde sobresalen las cruces en cadena, como dibujadas, circundante a los cerros que rodean el pueblo. El sol ya declinaba en aquella tarde lejana y las tinieblas ya se venían, oscuras, acompañadas de una brisa silbadora. Observamos cómo depositaron el cajón en aquella fosa honda y siniestra que apergaminó mi alma, como si se estrujara mi pecho, hasta perturbar mis pensamiento, pues esa escena no la olvido hasta ahora. Luego, la familia recibió las condolencias respectivas de nuestros allegados.

Así aconteció ese suceso que entristeció a toda la familia por varias semanas porque todos vivíamos en casa de la abuela. Todos los miembros de la familia nos queríamos mucho, por la unión que teníamos. En el pueblo se acostumbraba, desde mucho antes que naciera, sacar a los muertos de su tumba después de tres años de enterrado. Cada familia hace lo propio desde décadas atrás con un ser querido. Trascurrido ese tiempo, cavamos la tumba de tío Roberto. Llegamos al ataúd mohoso, deteriorado y quebradizo. Sacamos la tapa y él no estaba ahí. El interior estaba vacío, sin rastro de un esqueleto carcomido por los gusanos o restos similares. Sólo un montículo de tierra cumplía la función de un cuerpo. La sorpresa y el terror se apoderó de cada uno de nosotros. ¿Se trataría de alguna broma? o el tío fue profanado por inescrupulosos que al final no saben el daño que nos hacen porque dicen que los cuerpos se los llevan a las facultades de medicina. La abuela sufrió un soponcio. De inmediato acudimos a atenderla, no se nos vaya a morir también, y todavía en un sitio como este. Nuestras siluetas oscuras sobresalían en la lomada del cementerio, en esta tarde opaca. Nuestras emociones estaban turbadas por lo inexplicable, a tal extremo que parecía que desvariábamos a personas del más allá que provenían de aquel limbo donde gobierna el Todopoderoso.

Se acostumbraba a extraer el cuerpo de los familiares extintos para depositarlos en una caja cuadrada hecha de ciprés. Lo primero que se hace es destruir los residuos que quedan del cuerpo, luego depositarlo en la cajita y guardarlo en un andamio, en el sótano, junto a otros ancestros. Esta tradición se estableció desde muchas generaciones atrás en las familias del pueblo… Pero en esa tarde, contemplando el ataúd vacío ¿qué podíamos hacer? Estábamos perturbados, sin percatarnos de nuestros actos, porque esto fue un golpe tremendo para la familia. Después que una brisa incierta trajo consigo hojas bien secas quién sabe de dónde, vimos más allá, a unos metros, al tío Roberto, de pie, bien enhiesto y pálido, como lo recordaba la última vez que lo vi en su cajón. Era él y no podíamos equivocarnos. Parecía que nos miraba sin mirar, confundido entre las cruces del panteón. Así lo recuerdo esa tarde apocalíptica. Pienso que fue él quien inició la decadencia del pueblo porque después de ese día (y no sueño), nuestro pueblo se volvió fantasmal. Fue olvidado por todos los pobladores de las comarcas cercanas porque las casas deshabitadas y derruidas eran sepultadas por matorrales y árboles grandes. Las cruces, en la lomada del cementerio, seguían imponiéndose como si tuvieran un ritmo de vida perpetuo. En cambio, nosotros, es decir, mi familia, desde la abuela y los demás vecinos que vivimos aquí, somos los custodios de nuestro pueblo, aunque sea como almas que dejamos una estela fría en el ambiente o por asuntos que no terminamos en vida, lo cierto es que deambulamos de un lado a otro, sin traspasar el umbral del más allá. No me explico cómo llegamos a este estado. Seguro mi tío lo debe saber, pero entre las almas no podemos dialogar.


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