Henry Rivas Sucari
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En las puertas del infierno
I
I
El martes doce de abril de mil novecientos noventa y ocho, un suceso tenebroso, me produjo un trauma que los doctores nunca pudieron curar. Mi amigo Matías y al que todos en el colegio llamábamos gato plomo, irrumpió por la parte trasera de la clase del instituto en que yo estudiaba inglés, con un revólver en la mano, y ante mi asombro y el de mis compañeros, de un tiro en la cabeza asesinó a un adolescente de nombre Daniel Belzú.
El tiro vino de atrás, yo observé de soslayo la explosión, los sesos y la sangre desparramados a mi costado, y percibí un olor de pólvora. El hecho central está en que Daniel, había pedido prestada mi casaca marrón, en vista que yo tenía además una chompa negra. A lo que voy es simple, Matías asesinó a un tipo confundiéndolo conmigo, pues al ingresar por detrás de la clase, se fijó en la casaca, y un parecido en el peinado, para estar seguro que ejecutaría su venganza.
Esto por supuesto nadie lo sabe, pues al salir apurado, después de cometer su crimen, el asesino se disparó inmediatamente en la cabeza, acabando para muchos con la historia. Lo cierto es que todo pasó a vuelo de pájaro, yo inferí el resto en base a investigaciones personales y por qué no, a darme cuenta en mis noches de insomnio del cinismo extravagante al que solemos acudir los hombres. Esta es la historia:
A Matías lo conocí en el colegio Internacional, donde asisten los niños acomodados de la ciudad. Cuando el profesor lo presentó como alumno nuevo, algo en él nos llamó la atención, una mirada entre risueña y sonriente nos hacía recordar a esos dibujos de las caricaturas animadas. Estábamos en tercero de secundaria y ya muchos habíamos cambiado la voz, pero Matías Roveggiano, que es como se llamaba, aún expresaba eso que nosotros llamábamos cara de niño, o hasta de niña, porque tenía rasgos delicados y finos. Al comienzo lo batían: pasadas de mano, robarle su propina; o quitarle el cuaderno para presentarlo y no darse cuenta que estaba llorando, sí , claro, esa fue la vez que la pena se convirtió en algo que él pensó, era amistad; porque yo lo defendí , y a los dos días no hacía otra cosa que seguirme. Matías era callado, excesivamente introvertido, al principio yo lo defendía por interés, pues así me invitaba sólo a mí, con sus preciadas propinas. Si alguien quería sangrarlo yo le ponía el pare y hacía que Matías guarde todo su dinero para invitarme.
Allí todos teníamos dinero, el robar era un rito iniciático de adolescentes, la brutalidad de nosotros, los hombres, nuestro machismo natural. Cuando acabamos el colegio dejé de verlo por mucho tiempo, algo supe que no había ingresado a la universidad estatal, eso a nosotros no nos preocupaba, porque sabíamos que nuestro lugar estaba en la privada.
Fueron exactamente tres años cuando nos volvimos a encontrar, él esperaba en el paradero de los ferroviarios a una muchacha de nombre Lelia para una cita , pero cuando me vio, caminando con un cigarro en la boca, no pudo menos que saludarme y pedirme que conversáramos un rato; yo le expliqué que estaba apurado, pero luego la mirada se me desvió y me apresuré a piropear a una muchacha trigueña que caminaba en la acera de en frente, ésta llevaba un jean ceñido y una blusa que dejaba ver sus brazos desnudos, la chica enrojeció, pero se acercó a nosotros. Yo no sé si tú, amigo lector crees en el presentimiento, pero yo sentí que allí comenzaba una historia y algo trágica para Matías, pues resultó que aquella muchacha era Lelia. Matías, como no podía ser de otra manera en su caso, nos presentó. Estoy seguro que la impacté, Lelia no cesaba de mirarme, y ahí el idiota de Matías insistió en que los acompañara al cine; por supuesto, acepté.
Muchas veces me han hablado de la amistad, la traición, no fijarse en la mujer del prójimo y demás estupideces. Mi filosofía es simple, todo está en la mujer, si ella te engaña con tu mejor amigo, cómo te engañará entonces con el resto del mundo; simple y práctico, tanto hombres como mujeres gustamos de distintas parejas, podemos quizás llegar a amar a alguien, pero eso no impedirá que otra persona nueva llegue y te apasione. Elemental mi querido lector, la vida pasa rápido, veloz, y nosotros sólo somos la esencia de algo que en el fondo siempre estuvo mal.
Mientras Matías se dirigía hacia la barra a comprar algo para ver la segunda parte de la película, Lelia me dio su teléfono, ojo que yo no se lo pedí. Cuando llegó Matías argumenté que era tarde, tenía que marcharme.
Pasadas dos semanas invité a Lelia a salir, nos citamos en un café que yo conocía, era de tarde y aproveché la soledad del segundo piso para conducirla allí.
—Y entonces, no tienes enamorada.
—No, estoy solito.
—No te creo, para mí que sí tienes, un chico como tú, tan guapo.
En ese instante aproveché para acercarme y besarla, siempre he creído que para toda relación las cosas deben ser directas, sin artificios, si una persona te gusta hay que decirlo y actuar, sino le gustas, bien, ya no pierdes el tiempo persiguiéndola e intentas por otro lado. A los pocos días la llevé a mi departamento. No recuerdo exactamente en que momento recordé a Matías, fue quizás una conversación, la asociación de un vago recuerdo, el remordimiento de estar acostándome con una chica que le gustaba o el sentir que su chica ahora era mía.
No sentía fidelidad a nadie, ni a Mara, Luisa o Josefina, que eran mis amantes de ese entonces. Lo curioso, es que Matías seguía pensando que yo era su único y verdadero amigo, eso me lo hizo saber una tarde que lo encontré por el centro de la ciudad. E incluso me pidió consejos para declararse a Lelia, creo que fue allí donde tramé el plan; yo sabía que Matías había progresado, que trabajaba en la constructora de su padre, tenía dinero; yo en cambio hacía mucho había fracasado, el llevar una vida en base al instinto había hecho que derrochara la pequeña fortuna que heredé . Ahora vivía de las pensiones que me enviaba mi madre desde la Argentina, mi padre hace muchos años se había fugado a Chile con su secretaria.
Lo peor es que yo había abandonado la universidad, la carrera de Derecho me aburría, me desesperaba, no me veía de ahí a algunos años, encerrado en vericuetos legales.
Cuando Lelia fue a buscarme a mi departamento, le propuse el plan, este consistía en que ella aceptaría a Matías, así aprovechábamos su estupidez para sacarle dinero de a pocos: para la pensión de su universidad, para mis deudas atrasadas, para el alquiler de mi departamento, y así se nos iría ocurriendo cada vez que necesitáramos (porque ahora éramos socios) dinero.
El plan salió magnífico, nos dimos la gran vida a costa de Matías, quien no cesaba de agradecerme el que yo halla influido en la decisión de Lelia, e incluso ahorré algo con lo que me metí al curso de inglés donde ocurrió el asesinato.
II
A veces uno piensa que el orden que uno predispone debe durar toda la vida, que una mentira o un gran hallazgo debe ser inmutable hasta el fin de los tiempos, yo no contaba con que Lelia se enamoraría de mí, que aborreciera cada salida con Matías, que me pidiera y hasta rogara que no la obligue a esa canallada, pero eso a mí no me convenía, más de una vez la traté mal, lo cual, como siempre pasa hizo que se obsesionara más en mí. Una tarde, en que hacíamos el amor, con desenfreno, avidez, excesiva lascivia, (como a menudo sucedía) alguien tocó mi puerta, al principio no hice caso, pero como insistía tuve que acabar, ponerme una bata y abrir... ¡Sorpresa!
—Hola amigo, necesito hablarte, anoche otra vez me plantó Lelia.
— ¡Carajo, ahora estoy ocupado!
—Es que no tenía con quién hablar, además tú eres mi único amigo y yo...
— ¡Yo no soy tu amigo! — grité casi histérico, pero esta vez, fue su rostro, la tristeza de su expresión la que me hizo ceder.
—Lo siento, no quise molestarte.
—No Matías, discúlpame tú a mí, es que no soy el mejor amigo en ningún caso, más tarde paso a buscarte y hablamos, bien.
—Bien.
Pero de pronto, un sollozos, unos gemidos comenzaron, como una víbora mortífera, a ocupar cada rincón de la sala.
— ¿Con quién estás?
—Esteee..., con una amiguita, tú sabes.
—Es que me parece que estuviese escuchando a Lelia...perdón, no quise dudar de ti, es sólo que..., es mejor que me vaya.
Fue entonces que me di cuenta que la situación se hacía insostenible, Lelia ya no estaba dispuesta a colaborar, estaba tontamente enamorada para mis aspiraciones. Cuando despaché a Matías, irrumpí furioso en el cuarto.
— ¡Eres una estúpida! , por poco nos descubre.
— ¡Sólo eso te preocupa!— exclamó entre sollozos y con tono suplicante — ¿Yo no te importo?
— ¡Tú me importas diez céntimos! , ja, ja, ja.
A veces el rubor de la cólera, de la exaltación, nos hace decir cosas que no pensamos, que no sentimos, y lo peor de todo es que me reía como un demente, agachándome por la impresión, luego recostándome en la cama para tranquilizarme de tanta risa. Y ella, cómo lloraba, fue quizás ahí donde lo planeó todo.
III
Dos semanas después, en que, ingenuamente creí apaciguar los ánimos de Lelia, y la convencí para que le diera más importancia al bruto de Matías, ella me citó al hotel Vítor, un lugar cuidadoso, pulcro, discreto. Dentro, en una habitación, Lelia se encargaba de complacer mis más recónditos instintos, lascivia salvaje de mujer despechada, de mujer enamorada que busca en el deseo, en el placer, un síntoma de reconciliación. Fue quizás un instante de duda, de sobresalto, que me hizo preguntarle, por qué había preferido el lugar, si teníamos mi departamento para los hechos, pero sus labios, sus piernas, el estremecimiento que produjo en mí el furor de un ataque de pasión, hizo dejar de lado mis temores. Y fue allí, cuando luchábamos por alcanzar el orgasmo, en la escena más intensa de mi vida, que llegó otra a opacarla, la de mis pesadillas, aquel momento que se veía venir como raro indicio de fracaso. De un patadón, Matías abrió la puerta, y contempló el cuadro con estupefacción, delirio en su mirada, lágrimas en sus mejillas. El resto es muy confuso, y lo recuerdo como el acto de una mala noche que hay que borrar para siempre de la memoria. Yo callado, sin comprender lo que pasaba, Lelia con una sonrisa descarnada, falsa, fuera de lugar, el imbécil de Matías gritando como un lunático, gemidos como los de un animal, movimientos en hélice de sus brazos, como si fuera un extraviado buscando la ayuda de un helicóptero, o algo así, ¡Diablos!, y este es el momento que más daño me hizo, Lelia diciéndole: “¿Ahora me crees?”.
La escena, que recién empezaba a aclarárseme, me despertó un lapso de lucidez. Aproveché para vestirme, mientras los alaridos de Matías se confundían con una carcajada extraña, inefable, de Lelia. Salí apurado en busca de un taxi.
A los pocos días, los diarios informaban en primeras páginas y especiales, sobre el asesinato que hizo Matías y su suicidio. Se equivocaban mucho en las especulaciones, anunciaban que los indicios apuntaban a un ajuste de cuentas, otros, los diarios sensacionalistas, se pronunciaban sobre una relación homosexual. A nadie se le ocurría que había sido un error, lo que era fácil de comprobar, por mi casaca, aun así abandoné el instituto y me dejé arrastrar por la bohemia, y una actitud delirante que me embargó por aquellos días.
Tres meses después, me enteré que Lelia había viajado a un pueblito de la costa, un puerto pequeño de nombre Chala, yo suponía que mi aventura, además de fracasar había terminado. Nunca estuve más equivocado.
Las frecuentes pesadillas me inundaban de terror, se me venía una y otra vez la escena del hotel, luego la del asesinato. Y a veces se mezclaban hasta convertirse en una sola. Lo que más me producía horror eran los alaridos de Matías y a veces lo veía como si llegara de nuevo para pedirme que le ayudara con Lelia.
Mi estado físico y anímico había cambiado, enflaquecí doce kilos, y me hallaba en un estado tal de paranoia, que tuve que recurrir a los principales psiquiatras de la ciudad. Al principio me mostré cauto, reservado, no quería que supiesen la verdad, pero lo hice finalmente cuando una noche, en que logré dormir algunas horas sin necesitar valium, tuve la más horrenda de las pesadillas. En un hermoso lago, con un sol claro, suave, y un cielo azul, jugábamos Lelia y yo, y luego, arrastrados por la pasión, procedíamos a desnudarnos y amarnos, pero una pequeña lluvia hacía que tratemos de salir, y por más que nadábamos no llegábamos a la orilla. Entonces llegaba Matías, sucio, con una expresión de maldad en el rostro y una daga plateada en la mano. Él se acercaba hacia nosotros, agigantándose a medida que avanzaba, convirtiéndose en un monstruo, mientras lanzaba aquellos alaridos siniestros, llenos de dolor, que a mí en todo caso, me hacían temblar. Vi a Lelia ser despedazada a tajos por esta especie de esperpento deforme, y cuando llegaba a mí, tal era mi desesperación, que de un grito desperté y no hice otra cosa que encender todas las luces, para comprobar mi realidad.
Pensé que los doctores llamarían a la policía, que me denunciarían, pero por el contrario, asumieron una actitud tolerante, frívola, de escuchar y no discutir, solamente proponer un diagnóstico y una terapia. Querían internarme en una clínica psiquiátrica durante un par de meses a modo de descanso, fue entonces cuando algo cambió totalmente el rumbo que había elegido seguir.
IV
Un lunes por la mañana, alguien tocó mi puerta, era el cartero. La carta era de Lelia, la abrí de inmediato. Decía: “Hola amor, me enteré de lo de Matías, no sabes lo preocupada que estoy por ti, ni todas las dudas y lamentaciones que me vienen a la cabeza. Necesito verte, yo no puedo viajar a la ciudad, por ahora eso es imposible, pero quiero que tú vengas, aquí nos podemos olvidar de todo lo pasado, podemos empezar de nuevo. Te mando la dirección abajo, ven, te espero.
Te ama
Lelia”
La verdad es que no lo pensé mucho, y para la tarde, ya estaba abordando un bus que me llevaría al puerto. No sé, pero me vinieron a la mente de pronto imágenes, gestos, voces, nuestra última relación sexual, lo perfecto que había sido; lo bello y sensual que nos había llenado. Pero de pronto un súbito temblor, un sentimiento de culpa, de odio a mi mismo, a mi hipocresía, hicieron que sienta reventar mi cabeza. Eran los alaridos de Matías, la forma imbécil de cómo lloraba, como sufría, grité como quién despierta de una pesadilla; el bus frenó, todos se asustaron. El ayudante del chofer me hizo descender un rato, respiré, miré el comienzo de la noche; me parecía haber lanzado un alarido exacto al de Matías, ¡Demonios!, estaba delirando.
Lelia me recibió en el paradero principal, sus besos, sus caricias, no sacaban de mi mente los alaridos. No sentí el paso del tiempo, ni la caminata por las calles principales. Estando ya en su habitación recién me di cuenta en que andaba. No recordaba haberla visto desvestirse, ahora se presentaba ante mí, con un tul blanco transparente, se le notaba casi la totalidad de sus senos.
—Quiero amarte otra vez, necesito amarte otra vez.
—Lelia yo...me duele mucho la cabeza.
—Quiero que me ames, ya no debes preocuparte, Matías está muerto, aquí tengo su dinero — se dirigió a un maleta pequeña de cuero verde.
—No entiendo, ¿Acaso tú...?
—Sí, yo, tu discípula predilecta, la mejor de todas, exigí a Matías veinte mil dólares por la verdad, mi verdad, puesto que tú no conoces ninguna verdad.
— ¿Acaso fuiste capaz?
— ¿Es que no te das cuenta?, ¿Acaso no querías dinero?, ¿No adoras el dinero?, pues ¡Maldita sea, ya lo tienes!, ahora adórame, ámame, seremos un solo cuerpo, una sola alma, juntos, para siempre.
Ahora me servía una copa de ron, comenzamos a beber, sentados en la alfombra, luego yo echado en sus piernas sin comprender absolutamente nada, escuchando sus proyectos, sus sueños, que en todo caso, debían ser los míos.
Al poco rato me mostró una daga menuda, con mango de plata, fina, filudísima.
—Vamos a hacer un pacto eterno— comenzó a rasgarse el dorso de la muñeca.
—No, esto ya es demasiado.
—Amor, necesito tu mano, está bien así, no te dolerá.
Yo le había regalado mi mano y casi ni sentí la cortada, de pronto juntó su herida a la mía, la sangre comenzaba a ensuciar la alfombra.
— “Este es el pacto de Luzbel, por el que las almas quedan unidas hasta el fin de los tiempos”. Amor, no te quedes callado, repite conmigo, hasta el fin de...
— ¡Vete al infierno!, ¡maldita bruja, ¿acaso no te das cuenta?, Matías se mató por nuestra perrada, échame la culpa de todo si quieres, pero no me ridiculices con estos conjuros imbéciles.
— ¡Y todo lo que hice por ti!, ¡yo le aconsejé a Matías que se matara!, ¡fui yo!, pero nunca pensé que intentara matarte, lo quería lejos de mí, de ti, de nuestra felicidad, ¡entiende por favor!
— ¿Qué has hecho maldita ?— le lancé una cachetada, ¡Por un demonio!, cómo no me di cuenta, ¿En qué momento cogí yo la daga? Le abrí un boquete enorme en la yugular, no entendí nada, estaba como loco, con ganas de golpearla y luego abrazarla, sentimientos confundidos donde aparecía la imagen como maldición de Matías. Ahora ella se ahogaba con la sangre, yo trataba de sujetarla, pero la sangre salía a borbotones, ahora también por su nariz, por su boca. De pronto ya no se movía, su expresión era extraña, de desesperación, de una imagen macabra horripilante.
Me pasé el filo de la daga por los dedos, comenzaron a sangrar, al igual que mis labios, cuando hice lo mismo. Respiré hondo, y pasé rápida y fortísimamente la daga por mi yugular.
Lo tibio de la sangre, lo dificultoso para respirar, ahora los mareos y la debilidad. Estoy a tu lado Lelia, como tú lo quisiste, como nos descubrió Matías, quizás ahora por fin aprenda a quererte, a querer a alguien, nuestro pacto sagrado sirvió, tendremos la eternidad en los infiernos...