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La agonía de Phuti Phuti
Ya, hija, despierta se te hace tarde… Se escuchó en su puerta, ella aún hacía el amor; cual fuelle tierno, con el Morfeo. Movilizó su pequeño cuerpo, se llevó las manos a los ojos, para frotar y despedir las legañas que cubrían esos ojos grandes y fijos; los párpados le pesaban…—apúrate, hija— otra vez se escuchó. Ella aún peleaba con la pesadez para dejar la cama y meterse a la ducha de agua fría y calzarse un uniforme de gala, porque los lunes se acostumbraba ir bien uniformado, ya que aún se cantaba el himno nacional y el saludo a la bandera.
Jana después de un berrinche de pereza dejó la cama, se dio un duchazo ligero, se cambió, tomó el desayuno rápidamente, miró el reloj y las manecillas indicaban la hora exacta; cogió el maletín, se acercó a su madre para despedirse con un beso en la mejilla. Al salir, sintió un hilo frío de viento que cortaba la piel y un cosquilleo en el cuerpo y bostezó sutilmente, se tapó la boca.
—Sube, Jana—gritó el chofer, un hombre de un aspecto femenino, y sonrió.
En el transcurso se sentía extraña, unas ansias le carcomían el cuerpo —Qué me pasa— se interrogó, presentía algo, pero no sabía que le causaba esa angustia. Llegó al colegio; en la puerta, como siempre, se paraba un profesor de una sonrisa forzada.
—Hola, Profe— saludó, dirigiendo una mirada rápida.
—Hola, hijita— respondió el profesor, amablemente.
Se iba encontrando con sus compañeros; las miradas la flecharon, esas miradas de consuelo o de lástima, ella se preguntó sin articular nada —¿Qué pasó?—. Josefina se le acercó mientras ella no entendía la actitud de sus compañeros, las miradas de lástima aumentaban, los profesores se encontraban cabizbajos.
—Jana, lo sentimos—habló Josefina
—Qué ha pasado— se preocupó
—…— el silencio era inmenso, movieron la cabeza
— ¡Ya! ¡¿Qué pasa?!— se alteró
—Es Renato— balbuceó Sheila
—Qué le ha pasado— miró alrededor, buscaba con la mirada, la tristeza bañaba el rostro de los alumnos, su profesor tutor lucía un terno negro, el coordinador entraba a la oficina del colegio apresurado.
—Renato ya no está entre nosotros— habló Sofía.
— ¿Cómo?—
—Sí, así como lo oyes, tienes que ser fuerte— continuó Sofía —ayer venía con su mamá de Camaná y el bus se volteó, y él…—
—¡Nooooooooooo!— Jana interrumpió, para luego fundirse en un llanto interminable.
La voz se le quebró, se tomó el rostro, las chicas la abrazaron, las lágrimas iban bañando los párpados de cada de uno de los alumnos. Renato, el enamorado de Jana, ya no era más alumno del colegio, había perdido la vida en ese trágico accidente. El bus venía de Camaná abordo con 55 personas y por la irresponsabilidad del conductor chocó y luego cayó al abismo. El resultado del accidente fue de tres personas fallecidas.
Jana no se recuperaba de la noticia, lloraba interminablemente. Traía al recuerdo las sonrisas de Nato, sus caricias, su voz, sus bromas, más cuando recordó que él fue quien le puso a Jana el apodo de “phuti phuti”. Cuando ella, en el día de la madre, recitó una poesía loncca donde pronunciaba esas palabras para referirse al maíz hervido bien reventado.
“Puti puti” se secó las lágrimas, abrazó a su profesor tutor. Ese día suspendieron las labores para asistir al sepelio realizado en el cementerio la Apacheta. Amigos, profesores y familiares le lloraron por última vez a Renato, el chico de la sonrisa tierna.
Desde aquella vez Jana ya no volvió al colegio. Sus padres la enviaron a Europa con sus tíos.
Fidel Almirón
Abril 2008